lunes, 3 de febrero de 2020

Susana

Susana llegó puntual a su clase de inglés en el modernísimo edificio de idiomas de la ciudad. Ella es joven, apuesta, realmente hermosa, con un carisma desconcertante y no le faltan ganas de comerse al mundo. Ese lunes, Susana bajó de su vehículo descapotable, un regalo de cumpleaños número 23 de su padre, el generoso comandante Fajardo. La joven chica movía sus caderas de un lado a otro mientras caminaba hasta la entrada principal del instituto en el que debía graduarse como bilingüe en tan solo unos seis meses. Los hombres de la clase la deseaban con sus miradas lascivas, sus amigas de billetera la adulaban bizantinamente. Susana era su pase de entrada a los mejores clubes de la ciudad, la ciudad de la indiferencia propia.

En aquel instituto, no se puede negar, Susana era querida por sus teachers por su gran compromiso con sus estudios y los gestos bienaventurados de sus padres que se traducían en donaciones que eran consideradas una caridad casi que religiosa. El comandante Fajardo no escatimaba en desembolsar dinero para que su hija fuese reconocida, aclamada y adorada por todo el mundo. Solía decirle que sobre ella nadie, pero ella sobre todo el mundo.

En la primera clase de la semana, la manirrota de Susana se desempeñó como nunca. En las pruebas brillaba y sobresalía. No tenía nada que envidiar a nadie. Jimena, su más cercana amiga la observaba con ojos de admiración, era una gran amiga, tal vez la más sincera de aquel tropel de hipócritas. Susana siempre sonreía, era una mujer aparentemente feliz; gozaba del dinero de su venerado padre y tenía el lujo que nadie más se podría permitir en la ciudad de la ruina, de la mendicidad, de la indolencia.

Susana, muy sensual, disfrutaba cada día comprando ropa y zapatos nuevos en el mejor almacén de la ciudad. Sus deseos eran cumplidos por la varita mágica de los dólares que sobresalían de su onerosa cartera adquirida en uno de sus viajes a París. Aunque viajaba por el mundo entero, su padre siempre permanecía en la ciudad, era el lugarteniente del sátrapa de turno en ese territorio dominado por la bota militar. Susana recorría Europa junto a su madre, la elegante y refinada Mónica. Las dos eran muy unidas. Susana era hija única y por lo tanto la niña de los ojos de sus padres.

En la ciudad, la realidad era muy distinta a la que se vivía alrededor de Susana. Afuera de su mansión del norte y puerta cerrada de su Ferrari de cumpleaños, la miseria abundaba, la muerte era constante y el olor a maldad se respiraba en el parque mejor cuidado para aparentar normalidad. Pero la realidad de Susana carecía de preocupaciones. Vivía en una burbuja creada personalmente por su padre. No quería que su pequeño tesoro padeciera el obstinado infierno que él apoyaba.

Después de la clase, Susana subió a su carro y echó a andar por la vía principal que la trasladaba a su casa. En medio del tráfico, las bocinas escandalosas tronaban los oídos de la princesa de papá. Para salir rápido de aquel atolladero de vehículos, se desvió por una calle por la cual nunca antes había pasado. Aquello sorprendió a Susana. Casas derruidas, niños harapientos que comían mango como medio para saciar el hambre, hombres y mujeres que transportaban pequeños recipientes de agua en carretillas oxidadas. Ancianos sentados en los bordes de las aceras, famélicos, refrescándose con un cartón del sofocante calor que en pleno mediodía azotaba a la ciudad. Susana no podía creer lo que sus ojos veían. Nada de eso era parecido a lo que ella vivía. Pensó que podría ser una fantasía, pero no, se convenció que no era así cuando unos niños, visiblemente demacrados, tocaron el vidrio de su lujosísimo Ferrari para pedirle dinero. Ante el temor de ver esos rostros adoloridos, con el estómago inflamado de parásitos, Susana arrancó a toda velocidad esquivando baches, charcos de aguas negras, alcantarillas sin tapa y perros pulgosos que atravesaban las calles sin percatarse de los vehículos.

Susana estaba anonadada. Su padre le había mentido, la realidad suya no era semejante a la de esa gente, gente común pero extremadamente pobre. Las plazas recién inauguradas por el alcalde con música tradicional y banderillas era una aberración ante el hambre de tantas personas. Mientras conducía hasta su casa, Susana llamó a su padre y le recriminó su vida luego de contarle todo lo que había visto. Entendía ahora los rumores de sus amigos sobre la fortuna del comandante Fajardo, comprendía ya porqué tantos familiares habían huido a otros países en busca de una vida distinta. ¡Pero claro! Su padre era un vulgar cómplice de la miseria mientras ella y su madre disfrutaban a cuesta del dolor de los demás. Eran indiferentes, nunca había juzgado el proceder de las riquezas ni del lujo. Su padre era acusado de crímenes contra una miríada de estudiantes, incluso, varios de sus amigos fueron torturados por el cuerpo militar que él comandaba mientras ella dudaba de esas noticias y gastaba miles de fajas verde en maquillaje y horas en las piscinas de los clubes de la ciudad. Las imágenes que veía en las redes sociales tomaban valor. Personas ensangrentadas, aplastadas por tanquetas, jóvenes golpeados y madres que lloraban para saber de sus hijos a las afueras de los tribunales no eran una falsedad, eran ciertas y, sin embargo, ella deslizaba con su delicado dedo la pantalla del costosísimo teléfono obsequiado por su padre mientras le hacían el pediquiur.

Susana era una burguesa circunstancial. El dinero que cumplía sus deseos estaba ensangrentado. Ella estaba decepcionada y en la llamada a su padre este le acusó de ser una niña malcriada que intentaba despertar sus instintos de filántropa mientras gozaba de los dólares del contrabando de gasolina y de otros productos ilícitos que, con tanto sacrificio, decía él, llevaba a su casa para que ella y su madre, la insustancial de Mónica, comieran, compraran y disfrutaran. Aquel día, la hermosa Susana entendió el significado de la miseria. Lo comprendió de la manera que jamás pensó, no solamente por la imagen que le quedó grabada del barrio sumergido entre basura y escombros en las esquinas, sino por el ladrido que su padre expresó por el teléfono. Pero ese día, a Susana se le borró su reluciente sonrisa cuando terminó por conocer el sentido de la palabra enchufado.


Por: Carlos Guerrero Yamarte - @SrVenezolano

No hay comentarios:

Publicar un comentario