viernes, 13 de marzo de 2020

Tos


A pesar de la lluvia la gente correteaba de un lado a otro de la plaza central. Entraban y salían de las tiendas empujando las puertas y a cualquiera que estuviese a punto de entrar o de salir. No importaba quien fuera. Todos andaban el paso presurosos y presos de pánico, hartos del malestar y de las miradas desconfiadas de hasta el amigo más íntimo. En las viviendas de Alta Esperanza, un pueblito incrustado en las montañas de Los Andes, las familias intentaban no hablarse. En primer lugar, no querían contagiar al que estaba temporalmente sano y en segundo término la tos no los dejaba concretar una frase. Desde que la tos llegó, ya nada era igual. El aspecto bucólico del pueblo se había transformado en una atmosfera hierática, donde cada quien buscaba sobrevivir, incluso, olvidándose a veces de los suyos. Antes de la tos, los niños jugaban en la plaza; los ancianos arrastraban sus mecedoras con aire desenfadado hasta la entrada de sus casas de estilo colonial que eran idénticas incluso por el color que solían aplicarles: gris, marrón, amarillo, beige. Los altoesperanzanos no variaban habitualmente el color. Eran de tendencia conservadora, les gustaba lo tradicional. Incluso, el alcalde que a diario se paseaba por el pueblo intentando agradarles a sus vecinos, ya no era el mismo. Su sonrisa hipócrita se había borrado; ahora vestía verdeolivo, ese era su nuevo uniforme. En su casona, los pantalones ajustados y sus guayaberas impecablemente blancas estaban colgados en algún armario mientras que su sombrero descansaba sobre el escritorio de su amplia oficina. El alcalde había solicitado apoyo militar de la capital provincial para contener los conatos de disturbios y saqueos que agudizaban el pánico entre los vecinos que, por una parte, estaban cansados de la tos y de la flema que esta contraía, pero por otro lado su paciencia se agotaba con la deriva autoritaria que el alcalde Monasterio imponía para disolver reuniones sociales o arrestar a cualquiera que le pareciera sospechoso aunque fuese inocente. El escuadrón de militares había llegado a principios de marzo al pueblo con una marcha imponente, con rudos pasos que hacían brincar las piedras del camino. Sus botas aplastaban todo a su andar mientras que sobre sus hombros alzaban un fusil. El uniforme militar era una maravilla, según observaban los vecinos. Aquellos soldados parecían de película. El alcalde los recibió en la plaza central con una ola de aplausos entre sus seguidores; aquellos vitoreaban a los nuevos protectores del desdichado pueblucho. La policía de Alta Esperanza se había menguado de funcionarios. La mayoría estaban enfermos en sus casas y otros habían huido de la cuarentena. El burgomaestre sonreía con sinceridad pues veía en el arribo de aquel escuadrón de soldados a su propia guardia pretoriana. Sus contactos en la capital le habían valido el apoyo del general destacado en la zona. Las verdaderas intenciones era contener los disturbios que pudiesen suscitarse, sí, pero también necesitaba eliminar a sus enemigos. A todos los que cada domingo al terminar la misa en la catedral marchaban hasta el ayuntamiento exigiendo su renuncia por déspota.

Tiberio Márquez, dueño del periódico local El Indefenso, hacía el papel de lavamanos. Diariamente publicaba un editorial donde alababa la funesta gestión de Monasterio o solicitaba un reportaje sobre sus dotes intelectuales. Eran entrañables amigos, es más, eran cuñados. La hermana de Tiberio se había casado hace dos décadas con el regordete del alcalde y desde entonces habían unido fuerzas para apoyar desde El Indefenso la candidatura que posicionara también a la familia Márquez en la cima del poder altoesperanzano. Cualquier artículo o información que salía del periódico era para exaltar las virtudes que solamente aquella sala de redacción veía en un taimado y disoluto Monasterio que, a pesar de la tos que azotaba al pueblo, recorría por las noches los bares y lupanares más exóticos para degustar a cualquier chiquilla que era catalogada como “nueva mercancía”. Los hombres del pueblo se sentían agobiados por la monotonía diaria de una cuarentena que los obligaba a descansar en sus hogares para calmar la tos, sus esposas se sentaban a cocer o jugar cartas con sus amigas en las aceras, bajo alguna sombra de un árbol frondoso, de esos que sobraban en el pueblo o, de lo contrario, las mujeres más adineradas pedían permiso a sus esposos para caminar por la plaza o ir a tomar algún té en el café Don Ruflo, del mismo nombre de su dueño.

A medida que la tos llegaba a provocar más enfermos, la cifra de muertos aumentaba. La normalidad solamente era posible para unos, para los que podían gastar dinero solazando su mente de la tragedia que golpeaba a Alta Esperanza. Los soldados llegados de la capital provincial entraban casa por casa en busca de enfermos que no tuviesen mascarillas; buscaban en cada cuarto algún cadáver que era escondido por sus familiares para darle santa sepultura a escondidas ya que no soportaban ver la humareda que se movía sinuosamente en el vertedero local. El cementerio estaba clausurado pues hasta su vigilante había muerto hace una semana de un ataque de tos que le estalló los pulmones. No daba abasto cavar más fosas y, por lo tanto, Monasterio decidió mediante un decreto oficial que se publicó en la portada de El Indefenso que cualquier persona que falleciera sería incinerada en el vertedero para darle espacio a más cadáveres que ya en el camposanto era imposible sepultar. La casona del alcalde estaba alejada del pandemónium que era el pueblo. En esa inmensa y lujosa casa estaba su esposa junto a sus tres hijas adolescentes. Él mismo les había prohibido salir para que no se contagiaran. La servidumbre también estaba confinada en el amplio terreno mientras sus familiares morían ahogados de la tos en sus casas con techos agujerados y ventanas con vidrios rotos.

El sacerdote de Alta Esperanza, un jesuita oriundo de España, el querido padre Henrique recibía en la catedral de Santa Eva a los miserables habitantes que buscaban agua o comida. El abastecimiento de alimentos y medicinas estaba agotado y hasta las mismísimas vituallas de los soldados eran utilizadas para calmar el descontento social que se convertía en cólera en cada intento por asaltar el banco y demás comercios que bordeaban la plaza central. El padre Henrique y las monjas que lo ayudaban a atender a tantas personas llevaban mascarilla, la madre superior de las religiosas estaba gravemente enferma y permanecía bajo cuidado en un cuarto de la catedral. El dispensario era el infierno. Gritos de dolor y llanto era lo que cada día se escuchaba. Aunque quedaba muy cerca del café Don Ruflo, las personas que lo frecuentaban para tratar de olvidarse de la realidad escuchaban con espanto los alaridos más diabólicos que alguna vez hayan sentido en su vida. En la catedral los soldados habían tomado la cámara principal. La orden que recibieron prohibía expresamente celebrar la misa, así que el padre Henrique solía subir hasta el campanario y desde allí bendecir a Alta Esperanza mientras en la calle las mujeres con velo negro lloraban y apretaban con fuerza su rosario, los hombres se quitaban los sombreros y abrazaban a sus esposas y a sus hijos por un costado. El Indefenso decía que todo marchaba bien, que la tos estaba siendo contenida pero evidentemente la verdad también estaba en cuarentena. El mismo Tiberio Márquez había enfermado pero funcionarios del ayuntamiento habían censurado cualquier información sobre su estado de salud.

La noche después de la misa dominical, el padre Henrique había ordenado a las monjas que cerrarán las verjas de la catedral ante la inmensa cantidad de personas que agolpaban los espacios del templo pidiendo ayuda. En el dispensario los médicos no daban abasto y los soldados comenzaban a enfermar. Monasterio al enterarse de que el padre Henrique también estaba cerrando la catedral envió una patrulla para buscarlo y llevarlo a su despacho. Los matones empujaron a niños y mujeres en las inmediaciones de la catedral, a varias monjas las empujaron y les arrancaron sus hábitos. Al entrar a los cuartos de descanso que improvisadamente fueron convertidos en una sala de emergencia, los soldados llegaron hasta una camilla donde el padre Henrique levantaba la cabeza de un enfermo sudoroso y le proporcionaba cuidadosamente agua. Sin mediar palabras, lo tomaron por los brazos mientras este exigía respeto por la catedral. Zarandeado, lo metieron en la patrulla y lo llevaron hasta el despacho del alcalde donde este le recriminó que no cumpliera con una de sus órdenes que era no cerrar la catedral de Alta Esperanza. El padre Henrique censuró sus medidas profilácticas que atentaban contra la dignidad humana y lo acusó de tirano. Iracundo, Monasterio pidió que lo encerraran y que la mañana siguiente sería expuesto en la plaza como un traidor.

Por la mañana del lunes, los ejemplares de El Indefenso denunciaban la “alta traición” del párroco local. Lanzaban contra él todo tipo de adjetivos y denigraban su labor humanitaria ante el avance inclemente de la tos. El pasquín familiar de Monasterio convocaba una concentración en la plaza central para anunciar nuevas medidas y exponer al “traidor” ante sus gobernados. Así fue. La tarde del lunes una multitud se aglutinó frente a una estatua hercúlea del máximo padre de la patria. Todos tenían mascarillas celestes, tosían impetuosamente, algunos se desmayaron y otros sufrían ya de insuficiencia respiratoria. Desde el campanario de la catedral se podía observar que el pueblo completo estaba congregado esperando las medidas del alcalde que, rodeado de soldados con cara de enfermos, intentaba subir al escenario dispuesto frente a la estatua con los megáfonos listos para transmitir su discurso. La multitud se movía de un lado a otro, ejemplares de El Indefenso volaban por el aire y se pegaban a los vestidos y chaquetas de los asistentes. En ese momento, dos matones de Monasterio subieron junto a él y sostuvieron esposado al padre Henrique, este aún con su sotana intentaba zafarse de los apretones que le daban los carceleros. Mientras Monasterio comenzaba a alabar de forma sardónica su buen estado de salud frente a un montón de personas convalecientes, resaltaba que su gestión era brillante y carente de errores. Las personas se miraban a hurtadillas, otros tosían. Monasterio señaló con su mano al padre Henrique y le acusó de engañar a los altoesperanzanos con sus sermones baratos y de ser el culpable de la propagación de la tos. Los feligreses más afanados colocaron mala cara y comenzaron a pasarse un mensaje silencioso entre los concentrados. Los dueños del banco, Don Ruflo, los vecinos de los barrios aledaños a la plaza y hasta las familias más acomodadas estaban molestos ante aquel acto desgraciado de exponer al sacerdote como un felón cuando realmente estaba ayudando a mitigar la enfermedad ante la incapacidad de la alcaldía. La paciencia del pueblo estaba rebosada. Monasterio gritaba como para que su voz llegara más allá de las montañas de Los Andes; escupía; salivaba; barbaridades salían de su boca, pero mientras eufórico gesticulaba con afán, los megáfonos se apagaron. Como un mimo intentaba transmitir su discurso, se tocaba su uniforme verdeoliva pero se sentía desposeído y en ese instante la tos se apoderó de los que estaban frente al escenario, luego los del fondo comenzaron a toser, los del medio y los que estaban apostados a los laterales tosían sin parar, los espasmos marcaban sus sienes que palpitaban, y con ojos desorbitados, Monasterio miraba a todos con rostro de terror. Giró hasta el padre Henrique y le exigió que pidiera a la multitud que se calmara pero era imposible. La rebelión estaba en pleno desarrollo. Todos se arrancaron sus mascarillas mientras tosían y observando fijamente a Monasterio se acercaban hasta el escenario. Los soldados bajaron corriendo y dejaron sus armas. La flema se esparcía por toda la plaza y Monasterio presa del miedo se sostenía del atril para no caerse. El padre Henrique bajó del parapeto y corrió hasta la catedral. Monasterio estaba lleno de flema, su uniforme humedecía entre el sudor propio y la saliva ajena. La tos se convirtió en una especie de aullido que aún perdura en la memoria de los altoesperanzanos al igual que la fotografía que al día siguiente apareció en primera plana en El Indefenso: el viejo Monasterio, desquiciado y tosiendo, huía del pueblo y con él se llevaba toda la peste.


Por: Carlos Guerrero Yamarte (@SrVenezolano)