viernes, 14 de febrero de 2020

En la parada, por favor



El sol asomaba sus primeros rayos en plena mañana de febrero. El nuevo día podría traer buenas noticias hasta para el más desgraciado de los hombres o por lo menos eso lo pensaba Joel, optimista a rajatabla, una característica sui generis en Maracaibo. Aun así, esa mañana del segundo mes del año había despertado desde muy temprano a aquel chofer de tráfico con emociones modosas pero con una voluntad indescriptible.

Con sus 70 años, Joel se negaba a dejar de trabajar en la ruta de Bella Vista, una avenida rodeada por calles de edificios y casonas elegantes donde vivían las personas más acomodadas de la ciudad, sin embargo, esos tiempos de derroche y lujo había quedado atrás desde que comenzó la crisis. Joel, de piel morena, con cierto “chubasco de arruga” como diría Rómulo Gallegos, tenía un delicado cabello blanco parecido a las siembras de algodón. Las canas conformaban un rico contraste con su tez sudada en pleno mediodía marabino. Mientras manejaba su Nova de los 70 con las puertas en otrora blancas y ahora oxidadas con las manillas sustituidas por retales de manguera para poder abrir y cerrar dada la decadencia su cacharro, como le decía por cariño, Joel mantenía su brazo izquierdo sosteniendo el techo como si se fuera a caer en un día de estos y señalando con su dedo la dirección hacia donde iba: si al centro o a Bella Vista directo.

Por el tamaño, el viejo Nova solo tenía cinco puestos disponibles, es decir, cinco pasajeros por cada viaje aunque se podían bajar en cualquier parte de la larga y transcurrida avenida y así agarrar a otra persona que esperaba en alguna parada. Joel, con más de diez años trabajando como chofer de tráfico con su cacharro adquirido luego de vender una camioneta que compró con el dinero de su trabajo después de casado, escuchaba todo tipo de historias de personas que se “embarcaban”, según la jerga de los chóferes de los carritos por puesto, y comenzaban a romper el dique del silencio oportuno y se adentraban a narrar su vida e intimidades como si estuviesen en un programa de televisión de problemas familiares. Joel escuchaba de todo, sin censura ni advertencias de ningún tipo. Con sus 70 primaveras encima se amargaba en su casa sin hacer nada y prefería ir y venir desde Bella Vista hasta el centro y así todos los días con tal de no escuchar las quejas de su obstinada esposa, coetánea con él y con quien recientemente cumplió 53 años de casado.

Esa mañana de febrero Joel empezó a laborar desde las seis en punto y entre los primeros pasajeros iban dos mujeres que parecían trabajadoras, tal vez cajeras, de un banco estatal, un hombre joven, de unos treinta años, que llevaba colocado en sus oídos unos auriculares inalámbricos, novedad tecnológica que impactó al sonriente chófer, y dos tipos canosos con antiquísimos sacos con floreadas corbatas que parecían una caricatura. Joel arrancó cruzando parte de la avenida Padilla, aún era conocida así aunque el señor que se llamaba “alcalde” la había rebautizado con el nombre del prócer Urdaneta como si ese hecho rellenara los baches y arreglará los semáforos. En su trayecto, las dos mujeres sentadas en la parte delantera del Nova parloteaban sobre otra dama, Joel sospechaba que sería su jefa por la manera peyorativa en cómo se referían, “la vieja gerente encopetada”. Manejando y con el dial del radio detenido en la 90.9 F.M. una gaita sonaba con el ritmo de las maracas y el furro que le traía buenos recueros a Joel y a los señores de los extraños sacos sentados atrás, mientras el humo del motor se colaba entre las ventanillas de lo que un día funcionó como aire acondicionado. El aceite quemado y la gasolina se mezclaban dejando los rojos uniformes de las mujeres con un aroma de tráfico que se consumía sus olorosas colonias baratas compradas en algún lugar de la ciudad. Atrás, los tipos de las graciosas corbatas movían sus dedos llevando el ritmo de la gaita. Joel miraba por su retrovisor al joven que sentado al lado de uno de los señores miraba por la ventana derecha el paisaje de esa mañana. En la parada frente a una estación de gasolina, las dos mujeres se bajaron corriendo espantadas al ver una inmensa cola de ancianos, en su mayoría, que esperaban cobrar la pensión. ¡Molleja e’cola!, dijo Joel mientras un portazo lo hacía mirar nuevamente a los asientos de su lado.

En marcha, los dos señores se bajaron frente a unos tribunales, o por lo menos eso podía leer Joel, unos tribunales de menores o algo así. El muchacho que iba concentrado en su música se bajó para darle paso a los dos tipos que seguramente eran abogados. Nuevamente se montó el joven que con otro portazo se acomodó en el asiento. Joel pensó “Es cerrar, no sellar.”. Continuando su camino, una mujer sacó la mano en señal de que necesitaba montarse. El viejo Nova se detuvo y la mujer se sentó dando los buenos días aunque el único en responder fue el canoso Joel. El joven seguía con su auriculares inalámbricos. La mujer le pagó el pasaje a Joel, que antes de salir desde el centro hasta Bella Vista siempre cobraba primero y después echaba a andar. Sonaba ahora otra gaita, más nueva, del año 2000 o de alguna fecha parecida. En dos esquinas después, el joven le toca el brazo a Joel y le pide que lo deje en la siguiente parada, con un seguido “por favor”. Más adelante, la mujer pide la parada y se baja también.

Joel, con aire desenfadado da la vuelta en U en una plaza ubicada entre dos vías y retoma el camino al centro. Muy pocos pasajeros se podían observar, tal vez era muy temprano o estarían haciendo cola para sacar algún dinero en efectivo de los bancos, si es que podían en medio del corralito impuesto en silencio por el gobierno socialista, reflexionó. Bajo un árbol, aledaño a una parada de autobús, una joven hace la habitual señal. Joel se detiene y la embarca, como dice. La mujer, con un ojo morado, vestida con una falda con medias de malla, tacones desvencijado y una franelilla de un anaranjado chillón comienza a narrarle entre lágrimas a Joel el pesar de su desgraciada vida como prostituta. La noche anterior tuvo una cita privada en un apartamento de Bella Vista y un viejo gordo, medio calvo, con un bigote espeso y un olor a aceite añejo impregnado en su cuerpo la poseyó sin pagarle luego lo que esta exigía por haberse revolcado con esa “muralla china”, comentaba la joven sollozando. Joel la escuchaba sin interrumpir y la mujer sacó la mitad del pasaje, le pidió disculpas pero solo tenía eso. Con cólera en los ojos, Joel despotricó en sus pensamientos contra esa hetaira salida de quién sabe cuál lupanar que saldaba su mala suerte con él, que tenía que reunir para comprar la cena, pagar al control de la ruta de transporte y desembolsar decenas de billetes sin valor de verdad por un litro de aceite quemado.

Las historias que se escuchaban en ese Nova eran extraordinarias, triviales, graciosas, bochornosas y hasta censurables, pero que más daba, cuando cada pasajero se bajaba del carrito por puesto se llevaba sus cuentos pero Joel siempre meditaba sobre la vida de cada uno y hasta de la suya propia. Llegando al centro, un tipo se lanza contra el carro obligando a Joel a frenar estrepitosamente. Sube corriendo y tira la puerta, Joel le reprocha y este le grita que debe llegar lo más rápido posible al hospital. Su mujer está dando a luz y él, de oficio mecánico por sus pantalones rotos y llenos de grasa, debe llegar lo más precozmente posible, como su hijo que con siete meses de gestación ya no quería seguir en el vientre materno. El viejo Joel debe desviarse de su ruta normal, seguir derecho y dejar al tipo en la entrada de emergencias. Sin saber cómo abrir la puerta, Joel se inclina hacía su lado para mover la manilla con forro de manguera, le hace un movimiento extraño y la puerta abre, cuando el hombre va a bajarse Joel le extiende la mano. No le había pagado. El mecánico se mete las manos en los bolsillos y le deja un dólar a Joel. Este sin decir nada, musita un “gracias” y se va. Era una mañana de suerte a pesar de la prostituta del camino, piensa Joel, pero que va, debe seguir sudando unas horas más hasta poder regresarse a su casa.

La rutina de los chóferes de tráfico en Maracaibo es así. Agitada, calurosa, sudorienta y pendenciera cuando los pasajeros no pagan el pasaje correspondiente. Joel lo sabe, este ex trabajador petrolero se gana su vida como chófer desde hace años después de un despido masivo de una contratista de la empresa estatal de crudo. Antes del Nova, su vida era maravillosa o por lo menos se acercaba a eso. Viajes, borracheras, fiestas, gastos, alacena repleta, playa con sus hijos y esposa. Pero desde que lo despidieron todo cambio. Su vida estaba destinada en esa capsula de hierro y metal, que en cualquier momento podía “hacer el tiro”, decía Joel refiriéndose a que podía dañarse en el día menos esperado. Sus hijos ya no estaban, era padre de siete: cinco mujeres y dos hombres. Un hijo muerto, el otro en Chile con su familia, tres hijas en Colombia y las otras dos alejadas de Joel y su mujer, confinadas en la indiferencia de las penurias de sus padres. Pero eso ya no le importaba a Joel. En las noches su esposa lloraba recordando aquellos tiempos que ya no volverían cuando eran una familia, pero Joel trataba de consolarla diciéndole que por lo menos la comida alcanzaba un poco más. Vaya consolación, reclamaba su mujer.

Como esa mañana Joel estaba más optimista de lo normal, siguió trabajando. Ya caía la noche pero terminaba su último viaje con los bolsillos llenos. “En la parada, por favor”, dijo una dulce mujer que tenía sentado en sus piernas a un mocoso niño que gimoteaba por su tetero. La mujer baja y dos tipos, cuidadosamente bien ataviados, suben a los asientos traseros. Según dicen, quieren llegar hasta el final de Bella Vista. Sin pagar y mirándose con cierta complicidad, preguntan a Joel por su trabajo en el día. Este responde con aburrimiento que ha estado normal, sin las ganancias que desea. El estómago se le contrae y sabe que algo no marcha bien. El cacharro sigue andando y suena una emisora con interferencia. Casi no se entiende lo que se dice. Joel intenta cambiar el dial y uno de los hombres le coloca un cuchillo en el cuello. Le exige que se estacione en la próxima parada y les dé el dinero. Joel se resiste pero el otro se abalanza sobre el cojín delantero y de los bolsillos de Joel saca una faja de dinero que guarda en un bolso que lleva de medio lado. Amablemente, dicen “en la parada, por favor”, se bajan corriendo y la puerta estalla con un ruido que le avisa a Joel que sí, ha sido atracado.

Al fin y al cabo esto puede ocurrir todos los días, aunque nunca me había ocurrido, comenta Joel en aquel carro vacío, en plena noche marabina y con unos pasajeros que recoger en la próxima parada, donde seguramente otras historias serán expuestas pero las suyas de ese día carecen de importancia para los clientes por embarcar.



Por: Carlos Guerrero Yamarte- @SrVenezolano

lunes, 3 de febrero de 2020

Susana

Susana llegó puntual a su clase de inglés en el modernísimo edificio de idiomas de la ciudad. Ella es joven, apuesta, realmente hermosa, con un carisma desconcertante y no le faltan ganas de comerse al mundo. Ese lunes, Susana bajó de su vehículo descapotable, un regalo de cumpleaños número 23 de su padre, el generoso comandante Fajardo. La joven chica movía sus caderas de un lado a otro mientras caminaba hasta la entrada principal del instituto en el que debía graduarse como bilingüe en tan solo unos seis meses. Los hombres de la clase la deseaban con sus miradas lascivas, sus amigas de billetera la adulaban bizantinamente. Susana era su pase de entrada a los mejores clubes de la ciudad, la ciudad de la indiferencia propia.

En aquel instituto, no se puede negar, Susana era querida por sus teachers por su gran compromiso con sus estudios y los gestos bienaventurados de sus padres que se traducían en donaciones que eran consideradas una caridad casi que religiosa. El comandante Fajardo no escatimaba en desembolsar dinero para que su hija fuese reconocida, aclamada y adorada por todo el mundo. Solía decirle que sobre ella nadie, pero ella sobre todo el mundo.

En la primera clase de la semana, la manirrota de Susana se desempeñó como nunca. En las pruebas brillaba y sobresalía. No tenía nada que envidiar a nadie. Jimena, su más cercana amiga la observaba con ojos de admiración, era una gran amiga, tal vez la más sincera de aquel tropel de hipócritas. Susana siempre sonreía, era una mujer aparentemente feliz; gozaba del dinero de su venerado padre y tenía el lujo que nadie más se podría permitir en la ciudad de la ruina, de la mendicidad, de la indolencia.

Susana, muy sensual, disfrutaba cada día comprando ropa y zapatos nuevos en el mejor almacén de la ciudad. Sus deseos eran cumplidos por la varita mágica de los dólares que sobresalían de su onerosa cartera adquirida en uno de sus viajes a París. Aunque viajaba por el mundo entero, su padre siempre permanecía en la ciudad, era el lugarteniente del sátrapa de turno en ese territorio dominado por la bota militar. Susana recorría Europa junto a su madre, la elegante y refinada Mónica. Las dos eran muy unidas. Susana era hija única y por lo tanto la niña de los ojos de sus padres.

En la ciudad, la realidad era muy distinta a la que se vivía alrededor de Susana. Afuera de su mansión del norte y puerta cerrada de su Ferrari de cumpleaños, la miseria abundaba, la muerte era constante y el olor a maldad se respiraba en el parque mejor cuidado para aparentar normalidad. Pero la realidad de Susana carecía de preocupaciones. Vivía en una burbuja creada personalmente por su padre. No quería que su pequeño tesoro padeciera el obstinado infierno que él apoyaba.

Después de la clase, Susana subió a su carro y echó a andar por la vía principal que la trasladaba a su casa. En medio del tráfico, las bocinas escandalosas tronaban los oídos de la princesa de papá. Para salir rápido de aquel atolladero de vehículos, se desvió por una calle por la cual nunca antes había pasado. Aquello sorprendió a Susana. Casas derruidas, niños harapientos que comían mango como medio para saciar el hambre, hombres y mujeres que transportaban pequeños recipientes de agua en carretillas oxidadas. Ancianos sentados en los bordes de las aceras, famélicos, refrescándose con un cartón del sofocante calor que en pleno mediodía azotaba a la ciudad. Susana no podía creer lo que sus ojos veían. Nada de eso era parecido a lo que ella vivía. Pensó que podría ser una fantasía, pero no, se convenció que no era así cuando unos niños, visiblemente demacrados, tocaron el vidrio de su lujosísimo Ferrari para pedirle dinero. Ante el temor de ver esos rostros adoloridos, con el estómago inflamado de parásitos, Susana arrancó a toda velocidad esquivando baches, charcos de aguas negras, alcantarillas sin tapa y perros pulgosos que atravesaban las calles sin percatarse de los vehículos.

Susana estaba anonadada. Su padre le había mentido, la realidad suya no era semejante a la de esa gente, gente común pero extremadamente pobre. Las plazas recién inauguradas por el alcalde con música tradicional y banderillas era una aberración ante el hambre de tantas personas. Mientras conducía hasta su casa, Susana llamó a su padre y le recriminó su vida luego de contarle todo lo que había visto. Entendía ahora los rumores de sus amigos sobre la fortuna del comandante Fajardo, comprendía ya porqué tantos familiares habían huido a otros países en busca de una vida distinta. ¡Pero claro! Su padre era un vulgar cómplice de la miseria mientras ella y su madre disfrutaban a cuesta del dolor de los demás. Eran indiferentes, nunca había juzgado el proceder de las riquezas ni del lujo. Su padre era acusado de crímenes contra una miríada de estudiantes, incluso, varios de sus amigos fueron torturados por el cuerpo militar que él comandaba mientras ella dudaba de esas noticias y gastaba miles de fajas verde en maquillaje y horas en las piscinas de los clubes de la ciudad. Las imágenes que veía en las redes sociales tomaban valor. Personas ensangrentadas, aplastadas por tanquetas, jóvenes golpeados y madres que lloraban para saber de sus hijos a las afueras de los tribunales no eran una falsedad, eran ciertas y, sin embargo, ella deslizaba con su delicado dedo la pantalla del costosísimo teléfono obsequiado por su padre mientras le hacían el pediquiur.

Susana era una burguesa circunstancial. El dinero que cumplía sus deseos estaba ensangrentado. Ella estaba decepcionada y en la llamada a su padre este le acusó de ser una niña malcriada que intentaba despertar sus instintos de filántropa mientras gozaba de los dólares del contrabando de gasolina y de otros productos ilícitos que, con tanto sacrificio, decía él, llevaba a su casa para que ella y su madre, la insustancial de Mónica, comieran, compraran y disfrutaran. Aquel día, la hermosa Susana entendió el significado de la miseria. Lo comprendió de la manera que jamás pensó, no solamente por la imagen que le quedó grabada del barrio sumergido entre basura y escombros en las esquinas, sino por el ladrido que su padre expresó por el teléfono. Pero ese día, a Susana se le borró su reluciente sonrisa cuando terminó por conocer el sentido de la palabra enchufado.


Por: Carlos Guerrero Yamarte - @SrVenezolano