viernes, 13 de marzo de 2020

Tos


A pesar de la lluvia la gente correteaba de un lado a otro de la plaza central. Entraban y salían de las tiendas empujando las puertas y a cualquiera que estuviese a punto de entrar o de salir. No importaba quien fuera. Todos andaban el paso presurosos y presos de pánico, hartos del malestar y de las miradas desconfiadas de hasta el amigo más íntimo. En las viviendas de Alta Esperanza, un pueblito incrustado en las montañas de Los Andes, las familias intentaban no hablarse. En primer lugar, no querían contagiar al que estaba temporalmente sano y en segundo término la tos no los dejaba concretar una frase. Desde que la tos llegó, ya nada era igual. El aspecto bucólico del pueblo se había transformado en una atmosfera hierática, donde cada quien buscaba sobrevivir, incluso, olvidándose a veces de los suyos. Antes de la tos, los niños jugaban en la plaza; los ancianos arrastraban sus mecedoras con aire desenfadado hasta la entrada de sus casas de estilo colonial que eran idénticas incluso por el color que solían aplicarles: gris, marrón, amarillo, beige. Los altoesperanzanos no variaban habitualmente el color. Eran de tendencia conservadora, les gustaba lo tradicional. Incluso, el alcalde que a diario se paseaba por el pueblo intentando agradarles a sus vecinos, ya no era el mismo. Su sonrisa hipócrita se había borrado; ahora vestía verdeolivo, ese era su nuevo uniforme. En su casona, los pantalones ajustados y sus guayaberas impecablemente blancas estaban colgados en algún armario mientras que su sombrero descansaba sobre el escritorio de su amplia oficina. El alcalde había solicitado apoyo militar de la capital provincial para contener los conatos de disturbios y saqueos que agudizaban el pánico entre los vecinos que, por una parte, estaban cansados de la tos y de la flema que esta contraía, pero por otro lado su paciencia se agotaba con la deriva autoritaria que el alcalde Monasterio imponía para disolver reuniones sociales o arrestar a cualquiera que le pareciera sospechoso aunque fuese inocente. El escuadrón de militares había llegado a principios de marzo al pueblo con una marcha imponente, con rudos pasos que hacían brincar las piedras del camino. Sus botas aplastaban todo a su andar mientras que sobre sus hombros alzaban un fusil. El uniforme militar era una maravilla, según observaban los vecinos. Aquellos soldados parecían de película. El alcalde los recibió en la plaza central con una ola de aplausos entre sus seguidores; aquellos vitoreaban a los nuevos protectores del desdichado pueblucho. La policía de Alta Esperanza se había menguado de funcionarios. La mayoría estaban enfermos en sus casas y otros habían huido de la cuarentena. El burgomaestre sonreía con sinceridad pues veía en el arribo de aquel escuadrón de soldados a su propia guardia pretoriana. Sus contactos en la capital le habían valido el apoyo del general destacado en la zona. Las verdaderas intenciones era contener los disturbios que pudiesen suscitarse, sí, pero también necesitaba eliminar a sus enemigos. A todos los que cada domingo al terminar la misa en la catedral marchaban hasta el ayuntamiento exigiendo su renuncia por déspota.

Tiberio Márquez, dueño del periódico local El Indefenso, hacía el papel de lavamanos. Diariamente publicaba un editorial donde alababa la funesta gestión de Monasterio o solicitaba un reportaje sobre sus dotes intelectuales. Eran entrañables amigos, es más, eran cuñados. La hermana de Tiberio se había casado hace dos décadas con el regordete del alcalde y desde entonces habían unido fuerzas para apoyar desde El Indefenso la candidatura que posicionara también a la familia Márquez en la cima del poder altoesperanzano. Cualquier artículo o información que salía del periódico era para exaltar las virtudes que solamente aquella sala de redacción veía en un taimado y disoluto Monasterio que, a pesar de la tos que azotaba al pueblo, recorría por las noches los bares y lupanares más exóticos para degustar a cualquier chiquilla que era catalogada como “nueva mercancía”. Los hombres del pueblo se sentían agobiados por la monotonía diaria de una cuarentena que los obligaba a descansar en sus hogares para calmar la tos, sus esposas se sentaban a cocer o jugar cartas con sus amigas en las aceras, bajo alguna sombra de un árbol frondoso, de esos que sobraban en el pueblo o, de lo contrario, las mujeres más adineradas pedían permiso a sus esposos para caminar por la plaza o ir a tomar algún té en el café Don Ruflo, del mismo nombre de su dueño.

A medida que la tos llegaba a provocar más enfermos, la cifra de muertos aumentaba. La normalidad solamente era posible para unos, para los que podían gastar dinero solazando su mente de la tragedia que golpeaba a Alta Esperanza. Los soldados llegados de la capital provincial entraban casa por casa en busca de enfermos que no tuviesen mascarillas; buscaban en cada cuarto algún cadáver que era escondido por sus familiares para darle santa sepultura a escondidas ya que no soportaban ver la humareda que se movía sinuosamente en el vertedero local. El cementerio estaba clausurado pues hasta su vigilante había muerto hace una semana de un ataque de tos que le estalló los pulmones. No daba abasto cavar más fosas y, por lo tanto, Monasterio decidió mediante un decreto oficial que se publicó en la portada de El Indefenso que cualquier persona que falleciera sería incinerada en el vertedero para darle espacio a más cadáveres que ya en el camposanto era imposible sepultar. La casona del alcalde estaba alejada del pandemónium que era el pueblo. En esa inmensa y lujosa casa estaba su esposa junto a sus tres hijas adolescentes. Él mismo les había prohibido salir para que no se contagiaran. La servidumbre también estaba confinada en el amplio terreno mientras sus familiares morían ahogados de la tos en sus casas con techos agujerados y ventanas con vidrios rotos.

El sacerdote de Alta Esperanza, un jesuita oriundo de España, el querido padre Henrique recibía en la catedral de Santa Eva a los miserables habitantes que buscaban agua o comida. El abastecimiento de alimentos y medicinas estaba agotado y hasta las mismísimas vituallas de los soldados eran utilizadas para calmar el descontento social que se convertía en cólera en cada intento por asaltar el banco y demás comercios que bordeaban la plaza central. El padre Henrique y las monjas que lo ayudaban a atender a tantas personas llevaban mascarilla, la madre superior de las religiosas estaba gravemente enferma y permanecía bajo cuidado en un cuarto de la catedral. El dispensario era el infierno. Gritos de dolor y llanto era lo que cada día se escuchaba. Aunque quedaba muy cerca del café Don Ruflo, las personas que lo frecuentaban para tratar de olvidarse de la realidad escuchaban con espanto los alaridos más diabólicos que alguna vez hayan sentido en su vida. En la catedral los soldados habían tomado la cámara principal. La orden que recibieron prohibía expresamente celebrar la misa, así que el padre Henrique solía subir hasta el campanario y desde allí bendecir a Alta Esperanza mientras en la calle las mujeres con velo negro lloraban y apretaban con fuerza su rosario, los hombres se quitaban los sombreros y abrazaban a sus esposas y a sus hijos por un costado. El Indefenso decía que todo marchaba bien, que la tos estaba siendo contenida pero evidentemente la verdad también estaba en cuarentena. El mismo Tiberio Márquez había enfermado pero funcionarios del ayuntamiento habían censurado cualquier información sobre su estado de salud.

La noche después de la misa dominical, el padre Henrique había ordenado a las monjas que cerrarán las verjas de la catedral ante la inmensa cantidad de personas que agolpaban los espacios del templo pidiendo ayuda. En el dispensario los médicos no daban abasto y los soldados comenzaban a enfermar. Monasterio al enterarse de que el padre Henrique también estaba cerrando la catedral envió una patrulla para buscarlo y llevarlo a su despacho. Los matones empujaron a niños y mujeres en las inmediaciones de la catedral, a varias monjas las empujaron y les arrancaron sus hábitos. Al entrar a los cuartos de descanso que improvisadamente fueron convertidos en una sala de emergencia, los soldados llegaron hasta una camilla donde el padre Henrique levantaba la cabeza de un enfermo sudoroso y le proporcionaba cuidadosamente agua. Sin mediar palabras, lo tomaron por los brazos mientras este exigía respeto por la catedral. Zarandeado, lo metieron en la patrulla y lo llevaron hasta el despacho del alcalde donde este le recriminó que no cumpliera con una de sus órdenes que era no cerrar la catedral de Alta Esperanza. El padre Henrique censuró sus medidas profilácticas que atentaban contra la dignidad humana y lo acusó de tirano. Iracundo, Monasterio pidió que lo encerraran y que la mañana siguiente sería expuesto en la plaza como un traidor.

Por la mañana del lunes, los ejemplares de El Indefenso denunciaban la “alta traición” del párroco local. Lanzaban contra él todo tipo de adjetivos y denigraban su labor humanitaria ante el avance inclemente de la tos. El pasquín familiar de Monasterio convocaba una concentración en la plaza central para anunciar nuevas medidas y exponer al “traidor” ante sus gobernados. Así fue. La tarde del lunes una multitud se aglutinó frente a una estatua hercúlea del máximo padre de la patria. Todos tenían mascarillas celestes, tosían impetuosamente, algunos se desmayaron y otros sufrían ya de insuficiencia respiratoria. Desde el campanario de la catedral se podía observar que el pueblo completo estaba congregado esperando las medidas del alcalde que, rodeado de soldados con cara de enfermos, intentaba subir al escenario dispuesto frente a la estatua con los megáfonos listos para transmitir su discurso. La multitud se movía de un lado a otro, ejemplares de El Indefenso volaban por el aire y se pegaban a los vestidos y chaquetas de los asistentes. En ese momento, dos matones de Monasterio subieron junto a él y sostuvieron esposado al padre Henrique, este aún con su sotana intentaba zafarse de los apretones que le daban los carceleros. Mientras Monasterio comenzaba a alabar de forma sardónica su buen estado de salud frente a un montón de personas convalecientes, resaltaba que su gestión era brillante y carente de errores. Las personas se miraban a hurtadillas, otros tosían. Monasterio señaló con su mano al padre Henrique y le acusó de engañar a los altoesperanzanos con sus sermones baratos y de ser el culpable de la propagación de la tos. Los feligreses más afanados colocaron mala cara y comenzaron a pasarse un mensaje silencioso entre los concentrados. Los dueños del banco, Don Ruflo, los vecinos de los barrios aledaños a la plaza y hasta las familias más acomodadas estaban molestos ante aquel acto desgraciado de exponer al sacerdote como un felón cuando realmente estaba ayudando a mitigar la enfermedad ante la incapacidad de la alcaldía. La paciencia del pueblo estaba rebosada. Monasterio gritaba como para que su voz llegara más allá de las montañas de Los Andes; escupía; salivaba; barbaridades salían de su boca, pero mientras eufórico gesticulaba con afán, los megáfonos se apagaron. Como un mimo intentaba transmitir su discurso, se tocaba su uniforme verdeoliva pero se sentía desposeído y en ese instante la tos se apoderó de los que estaban frente al escenario, luego los del fondo comenzaron a toser, los del medio y los que estaban apostados a los laterales tosían sin parar, los espasmos marcaban sus sienes que palpitaban, y con ojos desorbitados, Monasterio miraba a todos con rostro de terror. Giró hasta el padre Henrique y le exigió que pidiera a la multitud que se calmara pero era imposible. La rebelión estaba en pleno desarrollo. Todos se arrancaron sus mascarillas mientras tosían y observando fijamente a Monasterio se acercaban hasta el escenario. Los soldados bajaron corriendo y dejaron sus armas. La flema se esparcía por toda la plaza y Monasterio presa del miedo se sostenía del atril para no caerse. El padre Henrique bajó del parapeto y corrió hasta la catedral. Monasterio estaba lleno de flema, su uniforme humedecía entre el sudor propio y la saliva ajena. La tos se convirtió en una especie de aullido que aún perdura en la memoria de los altoesperanzanos al igual que la fotografía que al día siguiente apareció en primera plana en El Indefenso: el viejo Monasterio, desquiciado y tosiendo, huía del pueblo y con él se llevaba toda la peste.


Por: Carlos Guerrero Yamarte (@SrVenezolano)

viernes, 14 de febrero de 2020

En la parada, por favor



El sol asomaba sus primeros rayos en plena mañana de febrero. El nuevo día podría traer buenas noticias hasta para el más desgraciado de los hombres o por lo menos eso lo pensaba Joel, optimista a rajatabla, una característica sui generis en Maracaibo. Aun así, esa mañana del segundo mes del año había despertado desde muy temprano a aquel chofer de tráfico con emociones modosas pero con una voluntad indescriptible.

Con sus 70 años, Joel se negaba a dejar de trabajar en la ruta de Bella Vista, una avenida rodeada por calles de edificios y casonas elegantes donde vivían las personas más acomodadas de la ciudad, sin embargo, esos tiempos de derroche y lujo había quedado atrás desde que comenzó la crisis. Joel, de piel morena, con cierto “chubasco de arruga” como diría Rómulo Gallegos, tenía un delicado cabello blanco parecido a las siembras de algodón. Las canas conformaban un rico contraste con su tez sudada en pleno mediodía marabino. Mientras manejaba su Nova de los 70 con las puertas en otrora blancas y ahora oxidadas con las manillas sustituidas por retales de manguera para poder abrir y cerrar dada la decadencia su cacharro, como le decía por cariño, Joel mantenía su brazo izquierdo sosteniendo el techo como si se fuera a caer en un día de estos y señalando con su dedo la dirección hacia donde iba: si al centro o a Bella Vista directo.

Por el tamaño, el viejo Nova solo tenía cinco puestos disponibles, es decir, cinco pasajeros por cada viaje aunque se podían bajar en cualquier parte de la larga y transcurrida avenida y así agarrar a otra persona que esperaba en alguna parada. Joel, con más de diez años trabajando como chofer de tráfico con su cacharro adquirido luego de vender una camioneta que compró con el dinero de su trabajo después de casado, escuchaba todo tipo de historias de personas que se “embarcaban”, según la jerga de los chóferes de los carritos por puesto, y comenzaban a romper el dique del silencio oportuno y se adentraban a narrar su vida e intimidades como si estuviesen en un programa de televisión de problemas familiares. Joel escuchaba de todo, sin censura ni advertencias de ningún tipo. Con sus 70 primaveras encima se amargaba en su casa sin hacer nada y prefería ir y venir desde Bella Vista hasta el centro y así todos los días con tal de no escuchar las quejas de su obstinada esposa, coetánea con él y con quien recientemente cumplió 53 años de casado.

Esa mañana de febrero Joel empezó a laborar desde las seis en punto y entre los primeros pasajeros iban dos mujeres que parecían trabajadoras, tal vez cajeras, de un banco estatal, un hombre joven, de unos treinta años, que llevaba colocado en sus oídos unos auriculares inalámbricos, novedad tecnológica que impactó al sonriente chófer, y dos tipos canosos con antiquísimos sacos con floreadas corbatas que parecían una caricatura. Joel arrancó cruzando parte de la avenida Padilla, aún era conocida así aunque el señor que se llamaba “alcalde” la había rebautizado con el nombre del prócer Urdaneta como si ese hecho rellenara los baches y arreglará los semáforos. En su trayecto, las dos mujeres sentadas en la parte delantera del Nova parloteaban sobre otra dama, Joel sospechaba que sería su jefa por la manera peyorativa en cómo se referían, “la vieja gerente encopetada”. Manejando y con el dial del radio detenido en la 90.9 F.M. una gaita sonaba con el ritmo de las maracas y el furro que le traía buenos recueros a Joel y a los señores de los extraños sacos sentados atrás, mientras el humo del motor se colaba entre las ventanillas de lo que un día funcionó como aire acondicionado. El aceite quemado y la gasolina se mezclaban dejando los rojos uniformes de las mujeres con un aroma de tráfico que se consumía sus olorosas colonias baratas compradas en algún lugar de la ciudad. Atrás, los tipos de las graciosas corbatas movían sus dedos llevando el ritmo de la gaita. Joel miraba por su retrovisor al joven que sentado al lado de uno de los señores miraba por la ventana derecha el paisaje de esa mañana. En la parada frente a una estación de gasolina, las dos mujeres se bajaron corriendo espantadas al ver una inmensa cola de ancianos, en su mayoría, que esperaban cobrar la pensión. ¡Molleja e’cola!, dijo Joel mientras un portazo lo hacía mirar nuevamente a los asientos de su lado.

En marcha, los dos señores se bajaron frente a unos tribunales, o por lo menos eso podía leer Joel, unos tribunales de menores o algo así. El muchacho que iba concentrado en su música se bajó para darle paso a los dos tipos que seguramente eran abogados. Nuevamente se montó el joven que con otro portazo se acomodó en el asiento. Joel pensó “Es cerrar, no sellar.”. Continuando su camino, una mujer sacó la mano en señal de que necesitaba montarse. El viejo Nova se detuvo y la mujer se sentó dando los buenos días aunque el único en responder fue el canoso Joel. El joven seguía con su auriculares inalámbricos. La mujer le pagó el pasaje a Joel, que antes de salir desde el centro hasta Bella Vista siempre cobraba primero y después echaba a andar. Sonaba ahora otra gaita, más nueva, del año 2000 o de alguna fecha parecida. En dos esquinas después, el joven le toca el brazo a Joel y le pide que lo deje en la siguiente parada, con un seguido “por favor”. Más adelante, la mujer pide la parada y se baja también.

Joel, con aire desenfadado da la vuelta en U en una plaza ubicada entre dos vías y retoma el camino al centro. Muy pocos pasajeros se podían observar, tal vez era muy temprano o estarían haciendo cola para sacar algún dinero en efectivo de los bancos, si es que podían en medio del corralito impuesto en silencio por el gobierno socialista, reflexionó. Bajo un árbol, aledaño a una parada de autobús, una joven hace la habitual señal. Joel se detiene y la embarca, como dice. La mujer, con un ojo morado, vestida con una falda con medias de malla, tacones desvencijado y una franelilla de un anaranjado chillón comienza a narrarle entre lágrimas a Joel el pesar de su desgraciada vida como prostituta. La noche anterior tuvo una cita privada en un apartamento de Bella Vista y un viejo gordo, medio calvo, con un bigote espeso y un olor a aceite añejo impregnado en su cuerpo la poseyó sin pagarle luego lo que esta exigía por haberse revolcado con esa “muralla china”, comentaba la joven sollozando. Joel la escuchaba sin interrumpir y la mujer sacó la mitad del pasaje, le pidió disculpas pero solo tenía eso. Con cólera en los ojos, Joel despotricó en sus pensamientos contra esa hetaira salida de quién sabe cuál lupanar que saldaba su mala suerte con él, que tenía que reunir para comprar la cena, pagar al control de la ruta de transporte y desembolsar decenas de billetes sin valor de verdad por un litro de aceite quemado.

Las historias que se escuchaban en ese Nova eran extraordinarias, triviales, graciosas, bochornosas y hasta censurables, pero que más daba, cuando cada pasajero se bajaba del carrito por puesto se llevaba sus cuentos pero Joel siempre meditaba sobre la vida de cada uno y hasta de la suya propia. Llegando al centro, un tipo se lanza contra el carro obligando a Joel a frenar estrepitosamente. Sube corriendo y tira la puerta, Joel le reprocha y este le grita que debe llegar lo más rápido posible al hospital. Su mujer está dando a luz y él, de oficio mecánico por sus pantalones rotos y llenos de grasa, debe llegar lo más precozmente posible, como su hijo que con siete meses de gestación ya no quería seguir en el vientre materno. El viejo Joel debe desviarse de su ruta normal, seguir derecho y dejar al tipo en la entrada de emergencias. Sin saber cómo abrir la puerta, Joel se inclina hacía su lado para mover la manilla con forro de manguera, le hace un movimiento extraño y la puerta abre, cuando el hombre va a bajarse Joel le extiende la mano. No le había pagado. El mecánico se mete las manos en los bolsillos y le deja un dólar a Joel. Este sin decir nada, musita un “gracias” y se va. Era una mañana de suerte a pesar de la prostituta del camino, piensa Joel, pero que va, debe seguir sudando unas horas más hasta poder regresarse a su casa.

La rutina de los chóferes de tráfico en Maracaibo es así. Agitada, calurosa, sudorienta y pendenciera cuando los pasajeros no pagan el pasaje correspondiente. Joel lo sabe, este ex trabajador petrolero se gana su vida como chófer desde hace años después de un despido masivo de una contratista de la empresa estatal de crudo. Antes del Nova, su vida era maravillosa o por lo menos se acercaba a eso. Viajes, borracheras, fiestas, gastos, alacena repleta, playa con sus hijos y esposa. Pero desde que lo despidieron todo cambio. Su vida estaba destinada en esa capsula de hierro y metal, que en cualquier momento podía “hacer el tiro”, decía Joel refiriéndose a que podía dañarse en el día menos esperado. Sus hijos ya no estaban, era padre de siete: cinco mujeres y dos hombres. Un hijo muerto, el otro en Chile con su familia, tres hijas en Colombia y las otras dos alejadas de Joel y su mujer, confinadas en la indiferencia de las penurias de sus padres. Pero eso ya no le importaba a Joel. En las noches su esposa lloraba recordando aquellos tiempos que ya no volverían cuando eran una familia, pero Joel trataba de consolarla diciéndole que por lo menos la comida alcanzaba un poco más. Vaya consolación, reclamaba su mujer.

Como esa mañana Joel estaba más optimista de lo normal, siguió trabajando. Ya caía la noche pero terminaba su último viaje con los bolsillos llenos. “En la parada, por favor”, dijo una dulce mujer que tenía sentado en sus piernas a un mocoso niño que gimoteaba por su tetero. La mujer baja y dos tipos, cuidadosamente bien ataviados, suben a los asientos traseros. Según dicen, quieren llegar hasta el final de Bella Vista. Sin pagar y mirándose con cierta complicidad, preguntan a Joel por su trabajo en el día. Este responde con aburrimiento que ha estado normal, sin las ganancias que desea. El estómago se le contrae y sabe que algo no marcha bien. El cacharro sigue andando y suena una emisora con interferencia. Casi no se entiende lo que se dice. Joel intenta cambiar el dial y uno de los hombres le coloca un cuchillo en el cuello. Le exige que se estacione en la próxima parada y les dé el dinero. Joel se resiste pero el otro se abalanza sobre el cojín delantero y de los bolsillos de Joel saca una faja de dinero que guarda en un bolso que lleva de medio lado. Amablemente, dicen “en la parada, por favor”, se bajan corriendo y la puerta estalla con un ruido que le avisa a Joel que sí, ha sido atracado.

Al fin y al cabo esto puede ocurrir todos los días, aunque nunca me había ocurrido, comenta Joel en aquel carro vacío, en plena noche marabina y con unos pasajeros que recoger en la próxima parada, donde seguramente otras historias serán expuestas pero las suyas de ese día carecen de importancia para los clientes por embarcar.



Por: Carlos Guerrero Yamarte- @SrVenezolano

lunes, 3 de febrero de 2020

Susana

Susana llegó puntual a su clase de inglés en el modernísimo edificio de idiomas de la ciudad. Ella es joven, apuesta, realmente hermosa, con un carisma desconcertante y no le faltan ganas de comerse al mundo. Ese lunes, Susana bajó de su vehículo descapotable, un regalo de cumpleaños número 23 de su padre, el generoso comandante Fajardo. La joven chica movía sus caderas de un lado a otro mientras caminaba hasta la entrada principal del instituto en el que debía graduarse como bilingüe en tan solo unos seis meses. Los hombres de la clase la deseaban con sus miradas lascivas, sus amigas de billetera la adulaban bizantinamente. Susana era su pase de entrada a los mejores clubes de la ciudad, la ciudad de la indiferencia propia.

En aquel instituto, no se puede negar, Susana era querida por sus teachers por su gran compromiso con sus estudios y los gestos bienaventurados de sus padres que se traducían en donaciones que eran consideradas una caridad casi que religiosa. El comandante Fajardo no escatimaba en desembolsar dinero para que su hija fuese reconocida, aclamada y adorada por todo el mundo. Solía decirle que sobre ella nadie, pero ella sobre todo el mundo.

En la primera clase de la semana, la manirrota de Susana se desempeñó como nunca. En las pruebas brillaba y sobresalía. No tenía nada que envidiar a nadie. Jimena, su más cercana amiga la observaba con ojos de admiración, era una gran amiga, tal vez la más sincera de aquel tropel de hipócritas. Susana siempre sonreía, era una mujer aparentemente feliz; gozaba del dinero de su venerado padre y tenía el lujo que nadie más se podría permitir en la ciudad de la ruina, de la mendicidad, de la indolencia.

Susana, muy sensual, disfrutaba cada día comprando ropa y zapatos nuevos en el mejor almacén de la ciudad. Sus deseos eran cumplidos por la varita mágica de los dólares que sobresalían de su onerosa cartera adquirida en uno de sus viajes a París. Aunque viajaba por el mundo entero, su padre siempre permanecía en la ciudad, era el lugarteniente del sátrapa de turno en ese territorio dominado por la bota militar. Susana recorría Europa junto a su madre, la elegante y refinada Mónica. Las dos eran muy unidas. Susana era hija única y por lo tanto la niña de los ojos de sus padres.

En la ciudad, la realidad era muy distinta a la que se vivía alrededor de Susana. Afuera de su mansión del norte y puerta cerrada de su Ferrari de cumpleaños, la miseria abundaba, la muerte era constante y el olor a maldad se respiraba en el parque mejor cuidado para aparentar normalidad. Pero la realidad de Susana carecía de preocupaciones. Vivía en una burbuja creada personalmente por su padre. No quería que su pequeño tesoro padeciera el obstinado infierno que él apoyaba.

Después de la clase, Susana subió a su carro y echó a andar por la vía principal que la trasladaba a su casa. En medio del tráfico, las bocinas escandalosas tronaban los oídos de la princesa de papá. Para salir rápido de aquel atolladero de vehículos, se desvió por una calle por la cual nunca antes había pasado. Aquello sorprendió a Susana. Casas derruidas, niños harapientos que comían mango como medio para saciar el hambre, hombres y mujeres que transportaban pequeños recipientes de agua en carretillas oxidadas. Ancianos sentados en los bordes de las aceras, famélicos, refrescándose con un cartón del sofocante calor que en pleno mediodía azotaba a la ciudad. Susana no podía creer lo que sus ojos veían. Nada de eso era parecido a lo que ella vivía. Pensó que podría ser una fantasía, pero no, se convenció que no era así cuando unos niños, visiblemente demacrados, tocaron el vidrio de su lujosísimo Ferrari para pedirle dinero. Ante el temor de ver esos rostros adoloridos, con el estómago inflamado de parásitos, Susana arrancó a toda velocidad esquivando baches, charcos de aguas negras, alcantarillas sin tapa y perros pulgosos que atravesaban las calles sin percatarse de los vehículos.

Susana estaba anonadada. Su padre le había mentido, la realidad suya no era semejante a la de esa gente, gente común pero extremadamente pobre. Las plazas recién inauguradas por el alcalde con música tradicional y banderillas era una aberración ante el hambre de tantas personas. Mientras conducía hasta su casa, Susana llamó a su padre y le recriminó su vida luego de contarle todo lo que había visto. Entendía ahora los rumores de sus amigos sobre la fortuna del comandante Fajardo, comprendía ya porqué tantos familiares habían huido a otros países en busca de una vida distinta. ¡Pero claro! Su padre era un vulgar cómplice de la miseria mientras ella y su madre disfrutaban a cuesta del dolor de los demás. Eran indiferentes, nunca había juzgado el proceder de las riquezas ni del lujo. Su padre era acusado de crímenes contra una miríada de estudiantes, incluso, varios de sus amigos fueron torturados por el cuerpo militar que él comandaba mientras ella dudaba de esas noticias y gastaba miles de fajas verde en maquillaje y horas en las piscinas de los clubes de la ciudad. Las imágenes que veía en las redes sociales tomaban valor. Personas ensangrentadas, aplastadas por tanquetas, jóvenes golpeados y madres que lloraban para saber de sus hijos a las afueras de los tribunales no eran una falsedad, eran ciertas y, sin embargo, ella deslizaba con su delicado dedo la pantalla del costosísimo teléfono obsequiado por su padre mientras le hacían el pediquiur.

Susana era una burguesa circunstancial. El dinero que cumplía sus deseos estaba ensangrentado. Ella estaba decepcionada y en la llamada a su padre este le acusó de ser una niña malcriada que intentaba despertar sus instintos de filántropa mientras gozaba de los dólares del contrabando de gasolina y de otros productos ilícitos que, con tanto sacrificio, decía él, llevaba a su casa para que ella y su madre, la insustancial de Mónica, comieran, compraran y disfrutaran. Aquel día, la hermosa Susana entendió el significado de la miseria. Lo comprendió de la manera que jamás pensó, no solamente por la imagen que le quedó grabada del barrio sumergido entre basura y escombros en las esquinas, sino por el ladrido que su padre expresó por el teléfono. Pero ese día, a Susana se le borró su reluciente sonrisa cuando terminó por conocer el sentido de la palabra enchufado.


Por: Carlos Guerrero Yamarte - @SrVenezolano

sábado, 25 de enero de 2020

La mujer de la escotilla




La gira iniciada hace una semana por el presidente encargado de Venezuela, Juan Guaidó, ha levantado polvo en España, país que históricamente ha llevado las relaciones en América Latina en el seno de la Unión Europea, pero desde que Pedro Sánchez asumió el control del gobierno, la política exterior-ni hablar de la doméstica- se ha dispersado en retórica, confusión, inercia y mediocridad. Y si de mediocridad se trata, el señor Sánchez parece no importarle, porque defender a su ministro de Transporte, José Luis Ábalos, por recibir en lo que bien podría ser descrita como una aventura carnavalesca a la criminal de Delcy Rodríguez, es un acto de contradicciones que lo dejan muy mal parado ante los españoles y sus socios europeos que ven en él a un ambicioso que tiene el brazo doblado ante el señor de la melena y sus camaradas de ERC y Bildu.

La cascada de versiones de Ábalos dio pie a una serie de narrativas detectivescas de la prensa española. Los periódicos más progres intentan sacar al ministro de la cloaca mientras que los más conservadores y liberales lo colocan desnudo en pleno balcón, como para que los ciudadanos que caminen frente a él le lancen tomates por su indecencia al conversar “unos minutos” con una representante de la dictadura de Maduro.

El caso de la mujer de la escotilla nada tiene que ver con una novela, más bien, la podemos enmarcar en una tragicomedia. Delcy Rodríguez está sancionada por la Unión Europea ante los abominables crímenes que el chavismo comete diariamente en Venezuela, pero especialmente, por los manifestantes asesinados, torturados, vejados y condenados en las protestas multitudinarias de 2017. Su ingreso a suelo europeo está expresamente prohibido y, además, tiene otras causas abiertas en territorio español, así las cosas, Rodríguez decidió acompañar desde Caracas hasta Madrid al representante de turismo de la dictadura, Félix Plasencia y confeso amigo de Ábalos, en el vuelo TC AKE de la compañía Sky Valet. Comentan los medios españoles que, ante la muy merecida imposibilidad de bajar el avión, Rodríguez se quedó sentada, supongo que con algún traje fosforescente de Tendam, de esos que prefiere en su opulencia revolucionaria, esperando que Plasencia bajara mientras Ábalos lo recibía. El flamante ministro en medio de sus confusas justificaciones, dice que le tocó subir al Falcon 900 para evitar que la señora dejará el avión y provocara “una crisis diplomática”.

A Ábalos nadie le cree, solo Pedro Sánchez. Lo cierto es que mientras esto ocurría, el anuncio de la posible visita de Guaidó a España en medio de su gira internacional estaba en duda pues el mismo Sánchez no tenía intención de verse con el líder venezolano aunque hace un año lo reconoció como presidente encargado de Venezuela. Todo este desvarío de la política exterior española se le debe al asesoramiento de José Luis Rodríguez Zapatero, avezado defensor de Maduro, y a su gran amiga Delcy Rodríguez, la mujer de la escotilla, esa que intentaba bajarse del avión con su falta de decoro y dignidad.

Si bien Ábalos cometió el error de reunirse con Delcy, esta se llevó la vergüenza de no ser reconocida ni valorada al no poder descender del avión que la trasladó aún sin un objetivo confirmado a Madrid. Aunque unos pocos políticos españoles sigan relacionándose con la élite chavista mientras en los medios dicen oponerse a la tiranía, la mayoría de los españoles sienten asco por los que han destruido a Venezuela y pretenden hacer lo mismo con su patria.

Ante la realidad perturbable, la mujer de la escotilla se quedó sola, aislada como lo está el régimen de Maduro, con amigos que miran a hurtadillas para notar quien los vigila al momento de darle la mano ensangrentada a los sátrapas del chavismo que gozan de las riquezas saqueadas a un país que hoy ve a sus niños morir calcinados en los cañaverales ante la carencia de alimentos en sus hogares que los obligan a exponer sus vidas. La mujer de la escotilla se quedó sola como su jefe en una marcada diferencia con Juan Guaidó quien ha sido recibido por las principales democracias de Europa y por los venezolanos que en él ven la esperanza del regreso de la libertad y la democracia a Venezuela y, por ende, la suya propia a la tierra que los vio nacer y partir un día en busca de oportunidades.


Por: Carlos Guerrero Yamarte - @SrVenezolano